Look up here, I’m in Haven
I´ve got scars that can’t be seen
I´ve got drama, can’t be stolen
Everybody knows me now
Look up here, man, I’m in danger
I´ve got nothing left to lose
I´m so high, it make my brain whirl…
—Lazarus, David Bowie.
Lo mejor que hacemos los mexicanos para enfrentar la muerte es poner ofrendas. Alzar altares para recordar a nuestros difuntos. La muerte de José Agustín me recuerda la de los artistas que más me ha dolido su partida: Rita Guerrero, David Bowie, Cristina Pacheco y tú José Agustín. Voy a hacer lo mejor que sé en este caso, una ofrenda literaria.
Le pongo play al disco Blackstar de David Bowie para comenzar. Disco que salió para celebrar su cumpleaños pero que a los dos días nos hizo pasar del júbilo al duelo, pues Bowie se nos fue, dejando su obra como un epitafio, que hoy cito y te dedico.
¿Porqué nos duele tanto la muerte de nuestros artistas? Si ni los conocemos, sólo sabemos de ellos lo que nos dicen los medio de comunicación, los críticos y sus propias obras, lo que han creado.
Leer es un acto solitario, escribir también, se necesita de silencio para realizar ambas actividades, pero leer y escribir son un diálogo inseparable en el que conocemos a la persona que escribe, la que nos lanza preguntas, crea universos y nos hace sentir muchas emociones. Por eso queremos a nuestros artistas porque nos hacen sentir como pocos, nos llevan al disfrute, al orgasmo.
Te ví en la televisión junto a Jordi Soler hablando de música en el programa “Del Rock y otras rolas” de Canal once. Me hubiera gustado poder conocer tu casa de Cuautla, ver tus máquinas de escribir, tu escritorio, el jardín, tus escritos con su letra a mano, tu biblioteca. Poder hurgar en la sección latinoamericana y mexicana. Más que fanearte hubiera querido sentarme a platicar contigo, de tantas cosas, de las pasiones que tenemos en común, la música, los libros, el cine, el arte, la literatura y el rock. Pero no nos conocemos de nada, tú no sabes quién soy, pero yo sí te conozco y fuiste importante para mi y hoy te voy a hacer está ofrenda.
Pongo las fotos de mis cuatro muertos y a ti te voy a dibujar, voy a hacer tu retrato para comenzar con los rituales funerarios. Primero tomó los ungüentos sagrados para ungirte como te mereces. Traigo inciensos, veladoras y nardos para poner junto a “la tumba”, tu primera novela. Luego saco los lápices, la tinta, la pluma fuente y comienzo a trazar, tu rostro acapulqueño.
Rezo y canto Lazarus para invocarte, releo tus libros, veo documentales y entrevistas, escucho un podcast que te hicieron tus hijos por la nueva edición de tus libros, en la que autores contemporáneos hacen prólogos y epílogos de tu obra. Todo esto para poder escribirte esta ofrenda y llorar con tus libros en mis manos.
En la época en que te conocí iba en la preparatoria, la mejor etapa para descubrirte, pues lo que escribías resonaba en mí y reflejaba mucho de lo que estaba viviendo. Hiciste que no tuviera prejuicios con la literatura y su solemnidad. Gracias a tu pluma crecí sabiendo que se podía escribir de los jóvenes, de mis gustos y que podía decir de todo, incluso romper con el lenguaje y su formalidad, que podía ser libre, que sólo había que aprender cómo y dominar la técnica, porque tus recursos literarios eran extraordinarios, no eran simples ni superfluos, eran narrativas muy bien logradas y eso era lo mejor de todo.
Estaba clavado con el rock y todo lo que lo rodea, me encantaba buscar nuevas bandas y saber su historia como tú lo hiciste, y fue que conocí el primer libro que leí de tí: “El hotel de los corazones solitarios”, un libro que habla de rock y por eso hice match contigo.
Me obsesionaba saber sobre el movimiento del 68 y la masacre de Tlatelolco. Me dolió mucho ver el abuso del gobierno, la represión a los jóvenes y su cultura, saber que había mucha gente encarcelada por su forma de pensar, por eso me identifique con tu literatura. Siempre fuiste rebelde y hablaste de la contracultura en todos tus libros y eso me encantaba.
Por esos días acostumbraba ir al tianguis cultural del Chopo a comprar música. Cuando me gustaba lo que sonaba en algún puesto, me lo llevaba en cassettes grabados para darle varias escuchadas y si lograba gustarme lo adquiría en CD.
Recuerdo varias ocasiones en que las cosas en el Chopo se pusieron peligrosas. En los noventa se daban muchas peleas con los punks. Ellos acostumbraban a ponerse en fila sobre la acera izquierda, con actitud de reto, con sus pantalones de mezclilla rotos, sus playeras sin mangas, su mohawks pintados de colores, peircings, cadenas y estoperoles. En la acera de enfrente se colocaban los que vestían de negro: metáleros y darketos, como le decíamos a los góticos mexicanos. Para llegar al tianguis forzosamente teníamos que entrar por esa calle y pasar por en medio de las dos filas. Soldados de dos bandos que estaban esperando la señal para el ataque, al cruzar se sentía la tensión y el peligro, de que la batalla comenzara mientras estábamos cruzando.
En una ocasión esas bardas de punks, darketos y metáleros no estaban, habían sido sustituidas por el peor terror de todos, los cerdos policías. Había dos filas de granaderos en silencio total y parados con sus escudos y macanas, a todos ojos una provocación. La tensión de una cuerda que conforme pasaban los minutos se iba volviendo más un hilo que en cualquier momento podía reventar.
Cuando los granaderos cortaron el hilo fingiendo provocación, tuvimos que correr para salir del lugar, pues la batalla campal había iniciado.
Al leer tu libro: “El rock de la cárcel”, empatice totalmente contigo, es tú único texto autobiográfico. El último capítulo me hizo recordar el suceso en el Chopo y entender el abuso policial que habías sufrido, también pensé en que estuviste en el lugar equivocado en el peor momento, y noté la suerte que tuve, pues siempre que sucedió algo a mi alrededor y llegó la policía, logré escapar. Con tus historias en la cárcel no dejaba de pensar en los presos políticos del movimiento del 68 y en lo difícil que fue ser jóven en esa época.
Con estos dos libros la iniciación con tu obra fue muy grata. Luego llegaron las demás lecturas, en la escuela nos dejaron leer los tres tomos de la “Tragicomedia Mexicana” luego leí: “La contracultura en México”, “Se está haciendo tarde (final en laguna), “La panza del tepozteco”, y mi favorito, los cuentos de: “Inventando que sueño”, que después releí en “Cuentos completos.”
Sigo leyendo tu obra y le traigo ganas a “Ciudades Desiertas” y “Abolición de la propiedad”, porque te volviste importante en mi forma de escribir que hace citas y referencia a música, a los jóvenes y sus formas de habitar el mundo. Lo que aprendí del estilo que nos enseñaste.
Qué más puede querer un melómano que no se dedica a la música que ser considerado el rey del rock literario.
Prendo las veladoras en el altar que te he puesto junto a Rita, Bowie y Cristina. Pongo varias calaveras, colocó papeles picados de colores, muchas flores y agitó una varita de incienso para que prenda mientras rezo. Para finalizar el ritual funerario, te dedico uno de mis cuentos, que tiene el título influenciado por ti, por: “Se está haciendo tarde (final en laguna), que se llama: Se van a ir al infierno (nos dijo una viejita)”.
Arturo Llamas
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