Ahí donde ven esos árboles

Las imágenes se agolpan en mi memoria, se mueven lentamente como si fueran una bruma espesa que no me deja ver claramente. Todo es borroso y deben de haber muchas cosas inventadas en mis recuerdos. Aún así necesito escribir esto y darle forma, contar algunos hechos que sólo pueden ocurrir en un país como este: Hermoso y terriblemente violento. 

Como dice Amélie Nothomb en “La nostalgia feliz”: “Lo que has vivido, te deja una melodía en el interior del pecho: ésa es la que, a través del relato, nos esforzamos en escuchar. Se trata de escribir este sonido con los medios propios del lenguaje.” Más que recrear los hechos verdaderos quiero volver a escuchar esa melodía que está en mi interior. 

1993

Entre la bruma espesa de recuerdos borrosos, lo que sí tengo claro es que el soundtrack de esta historia tiene en la playlist a Metallica y otras bandas de Heavy Metal como Iron Maiden y Megadeth, además de que usaba una playera gris con un retrato enorme de Jim Morrison que abarcaba todo el frente. 

Celaya es una ciudad del bajío mexicano en el estado de Guanajuato, su nombre proviene de la palabra vasca Zalaya que significa “Tierra Plana” Es una ciudad fundada en 1570 por lo que su centro histórico tiene una arquitectura colonial, pero como se ha vuelto una ciudad industrial conviven un sin números de estilos arquitectónicos que van desde lo industrial a lo contemporáneo. 

Llegamos de noche a la terminal de autobuses y fuimos entregados por el chofer a mi tío Luis. Al salir, mi primera impresión fue ver una ciudad oscura y gris, alumbrada por las farolas del alumbrado público. Tomamos un taxi y mi tío le dijo al chofer el nombre de la calle a dónde nos conduciría, yo no presté atención, seguía observando el paisaje urbano, los colores nocturnos y los sonidos de un nuevo lugar que me seducían.     

La casa de mis tíos era pequeña, de dos pisos y con tres recámaras y patio al frente y atrás, donde podíamos jugar tranquilamente. Además de mis tíos Luis y Yolanda vivían ahí mi tía Paty y mi primo Óscar de seis años, por lo que sólo quedaba un cuarto para nosotros tres. Desde el primer momento sentí que serían unas vacaciones increíbles pues con mis tíos veíamos muchas películas y  nos llevaban a varios lugares a comer y pasear. 

Cómo extraño esa época de mi infancia, me encantaba la convivencia con ellos, siempre sentí su cariño y cuidado al convivir conmigo. 

Al día siguiente, después de desayunar tío Luis nos llevó al Xochipilli, el parque deportivo más grande de la ciudad, que quedaba como a unas tres cuadras de la casa.  El parque era muy grande, tenía varias áreas verdes, una pista para correr, una carretera para bicicletas, juegos infantiles, canchas de fútbol y varias canchas de basquetbol. Ahora me he enterado que tiene un lago con patos, pero yo no lo recuerdo. 

En esa época estábamos acostumbrados a caminar sólos por las calles sin ningún peligro. En mi casa salimos a jugar todos los días y estábamos acostumbrados a ir y volver solos del parque sin ningún problema. Al venir de la capital del país me parecía que en esta ciudad pequeña corríamos mucho menos riesgo. Así que recorrer tres cuadras de regreso era algo rutinario. Luis nos dijo que podíamos regresar caminando así que nos quedamos una hora más y luego nos fuimos. 

Desde muy pequeño disfruto vagar por las calles de las ciudades o recorrerlas en bicicleta. En esa época pensaba estudiar arquitectura, por lo que me encantaba ver las construcciones; casas, edificios, centros comerciales, parques y calles. Me la pasaba dibujando edificios, hoteles e inventaba pistas para patinetas y toboganes. Por eso a una cuadra me llamó la atención una pequeña plaza comercial y la curiosidad me llevó a entrar para conocerla. 

Al llegar mi tía Yolanda nos dijo que el microbús que pasaba enfrente de su casa nos dejaba en el supermercado. Subimos y recorrimos la calle hasta las vías del tren, pero el camión no dio vuelta hacia el parque sino que cruzó la Avenida Ferrocarril y siguió de frente. Pensé que después regresaría y nos dejaría en el centro comercial, pero para mi sorpresa, el camión siguió entre las calles dando vuelta en una y luego en otra. Le preguntamos al chofer si nos dejaría en el super y él dijo que sí, que nos avisaba cuando llegáramos. Hasta ese punto yo estaba muy bien ubicado, sólo tendríamos que regresar y llegaríamos a las vías del tren. 

Recorrimos más de cuarenta y cinco minutos y por fin nos indicaron que habíamos llegado. Yo sabía que estábamos en otra zona de la ciudad y aunque no recordaba el nombre de la calle de mis tíos, pensé que podría regresar en el mismo transporte. Le preguntamos al conductor si ahí mismo podíamos tomar un camión que nos regresará a la casa de mi tía y nos dijo que sí, por suerte Oliver recordaba el nombre de la calle, que ahora sigo sin saber. 

Nos bajamos y vimos que nos encontrábamos en otro centro comercial mucho más grande. Decidimos entrar al lugar y buscar otros videojuegos. Para nuestra sorpresa el lugar de videojuegos era del doble de tamaño que el anterior, con muchos más juegos, disparos, motos, autos, fútbol, de todo. Era un lugar saturado de ruido de videojuegos y música de ocho bits, por lo que decidimos jugar un rato, en fin que nada más debíamos cruzar la avenida y tomar el camión que nos dejaría en la puerta de la casa. Lo platiqué con Oliver y no vimos ningún problema. Ahora que lo pienso no estábamos en riesgo alguno, traíamos dinero, podríamos hablar por teléfono con mis papás que es el número que nos sabíamos de memoria y comunicarnos con mis tíos para que fueran por nosotros.  

Recuerdo pensar que la ciudad era pequeña, como Guamuchil, la de Sinaloa donde vivía Oliver, que caminando la recorríamos de lado a lado en una hora. Pero esta es tres veces más grande. 

Jugamos un par de horas y tomamos el microbús. El camión tomó otra ruta, le dijimos al chofer que nos avisara al llegar y nos sentamos, yo observaba el paisaje urbano sin preocupación alguna. 

Después de media hora el chofer nos indicó que habíamos llegado a la calle, pero no era la misma, había dos calles con el mismo nombre. Le explicamos al conductor que íbamos a otra calle con el mismo nombre, pero nos dijo que no conocía otra. 

Descendimos del microbús y caminamos sin rumbo por unos quince minutos. Le preguntamos a la gente por otra calle con ese nombre y  nadie la ubicaba.  El calor del asfalto atravesaba mis zapatos, sabíamos que habíamos tardado mucho y mis tíos podrían preocuparse. Después de casi media hora se me ocurrió preguntar por el Xochipilli, todos debían de ubicarlo pués era enorme. Para nuestra sorpresa las primeras personas a las que les preguntamos no lo conocían. Subimos un puente peatonal y arriba encontramos a un señor al que le volvimos a preguntar y nos señaló un conjunto de árboles que se veían a lo lejos hacia el horizonte  y nos dijo; «ahí donde ven esos árboles altos está el parque». 

Así que caminamos hacia allá bajo el látigo incansable del sol. Llegamos al parque una hora después, mi primo Óscar estaba agotado, a sus seis años había caminado sin quejarse para nada durante las tres horas que llevábamos. Oliver le dijo que él lo cargaba y se lo subió a los hombros, así recorrieron las últimas tres cuadras. 

Cuando dimos la vuelta en la calle de mi tíos vimos a lo lejos a Yolanda y Paty, con otras tres personas, una de ellas nos vio y nos señaló diciendo: «Ahí están.» Al llegar nos enteramos que ya llevaban rato buscándonos, habían ido a la plaza y al parque y estaban a punto de hacer una búsqueda más grande con otras personas.  

Nosotros entramos a tomar agua y sentarnos, estábamos agotados y teníamos mucha hambre, eran como las cinco de la tarde. Llegó mi tío Luis y vi que se sintió aliviado al vernos. Después de contarles todo lo que hicimos nos sentamos a comer la sopa más rica de ese viaje. 

Así es como se conocen los lugares, caminando sus calles, entrando a sus espacios públicos, estar a un lado de la gente del lugar y observando sus construcciones y costumbres. Los noventa era una época en la que los niños andábamos jugando en la calle y caminábamos las ciudades de México sin riesgo alguno. Para mi fue una sorpresa ver, cuando fui papá, que no dejaban salir a jugar a sus hijos, a pesar de que vivimos en una privada que está enrejada. 

Las nuevas generaciones ya no juegan en la calle y con el encierro en la pandemia esto se incrementó, se la pasaron dentro de sus casa y ahora les cuesta mucho trabajo socializar, las redes sociales han incrementado esto, porque dan la sensación de estar cerca de las personas. Los teléfonos hacen que los papás quieran estar viendo en tiempo real donde están sus hijos. Las nuevas generaciones ya no saben como llegar a los lugares si no utilizan el GPS. 

Hace unos años vi un video en donde ponían a competir a adolescente contra adultos mayores, a los primeros les daban los utensilios que usaban los adultos mayores y a los adultos las nuevas tecnología y los hacían competir para ver quien terminaba primero. 

A los adolescentes les dieron un cassette y  a los adultos un teléfono con un reproductor de música en stream, después de unos minutos de estar picandole, las personas mayores lograron poner la música mientras los adolescentes seguían sin saber como poner el cassette en la grabadora, no entendían de qué forma se tenía que meter y como es que la grabadora reproducía la música. 

Luego les entregaron una cafetera bialetti con café en grano ya molido. Los jóvenes se asombraron con el utensilio, después de varios minutos entendieron que era para hacer café y que debían ponerlo en al fuego, pero se tardaron en saber donde debería ir el agua y el café. A los adultos se les dio una máquina para hacer café de cápsulas. Nunca habían visto algo similar, pero al leer los empaque entendieron que se trataba de café y dedujeron que debía de venir dentro de la capsula. luego vieron donde tenían que poner el agua y colocar la cápsula, le pusieron play y listo, en menos tiempo que los adolescentes tenían el café. 

La última prueba fue llegar a algún lugar, a los jóvenes se les dio un mapa mientras los adultos usarían por primera vez el GPS. Los adolescentes se perdieron y no sabían en qué dirección debían ir, mientras que los adultos mayores a pesar de su paso lento llegaron antes que ellos, ya que los jóvenes no conocían las calles, por lo mismo no lograban saber hacia qué dirección caminar y terminaron dirigiéndose en la dirección opuesta.  

Con esto queda evidenciado que se nos ha facilitado tanto la vida que ya no sabemos realizar muchas cosas, hemos perdido algunas capacidades que antes eran básicas para realizar la actividades cotidianas, ahora dependemos demasiado de la tecnología. 

Me gustaría poder recuperar esos tiempos y esas melodías que están en mi relato pero nada logra traerlas al presente, ni las mayores tecnologías logran ser fieles a lo que vivimos. Las fotos y los videos hacen una falsa reproducción de los recuerdos, nunca son las vivencias reales. Lo más cercano a esas canciones que están en mi memoria son estas letras que escribo. Un murmullo de Celaya y mis tíos que es falso, pero que como todo arte nos provoca un gozo infinito. 

Arturo Llamas

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Arturo Llamas

Arturo Llamas es psicoterapeuta por la Universidad Gestalt y psicólogo por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Es experto en diversidad afectiva y sexual, terapia de pareja, arteterapia, entre otras áreas. Además, es ilustrador y artista visual; ha expuesto sus trabajos en varias partes del país, así como en Estados Unidos, Colombia y España. En 2004 obtiene la Beca de Proyectos Artísticos y Culturales del Instituto Mexicano de la Juventud con el Colectivo Santocacomixtle. Desde hace cinco años es creador y coordinador del taller literario Letras Poliamorosas. En 2019 obtuvo el segundo lugar en el Primer Concurso de Cuento de la SOGEM (Sociedad General de Escritores de México). Ha publicado en la revista Universitaria de la  Universidad Autónoma del Estado de México. Y en la Gaceta Nicolaita de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

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